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Andreas Lubitz: la Culpa Ajena como Excusa a la Irresponsabilidad Propia

Desde que empezó a conocerse que la tragedia de German Wings no fue un accidente sino un crimen premeditado, el morbo mediático-social se ha ido desplazando del dolor por las familias a la vivisección de la psique y la conducta del culpable.

La voluntariedad del copiloto Andreas Lubitz en la matanza de los Alpes abrió la veda para rebuscar en su papelera en busca de bajas, en su botiquín en busca de fármacos y en su vida privada en busca de detalles mórbidos (convenientemente travestidos de chismorreo en información relevante). Así, pronto sociedad y medios de comunicación nos lanzamos a tumba abierta a diseccionar al individuo culpable del multicidio.

Dos han sido los mástiles a los que nos hemos aferrado para explicar y digerir tan traumático suceso: teratizar (del griego Teratos: proceso de convertir en monstruo a algo o alguien a base de deshumanizarlo sibilinamente) y patologizar al culpable de la masacre.
La teratización del culpable nos ha permitido, como individuos, sentirnos prístinamente ajenos a Andreas Lubitz y marcar distancias con quien nos repugna reconocer como nuestro congénere. Para salvaguardar nuestra inocencia, tan necesario resulta demonizar al culpable como convertirlo en un Otro sin relación alguna con un Nosotros al que nunca aceptaremos que pertenezca alguien capaz de asesinar premeditadamente a cientos de personas.

Así, la teratización de Andreas Lubitz ha servido a los más justicieros de entre nosotros para reducir la complejidad del suceso a la maldad individual de un criminal. Para una gran parte de la sociedad, el tema no da para ninguna reflexión de pincel fino: basta con la brocha gorda de despotricar contra el monstruoso asesino al que, gracias a esta teratización, podemos concebir convenientemente ajeno al más mínimo atisbo de nosotros. Todo el tema se reduce al horror por la tragedia, el asco por el culpable y el deseo frustrado de venganza. Así, nada que plantearnos como individuos: un monstruo es una aberración ajena a nuestra normalidad, por lo que sólo queda denostarlo, perseguirlo y controlarlo.

De la mano de la teratización y en auxilio de las buenas maneras, acude nuestro segundo subterfugio exculpador: la patologización del individuo. La visceralidad justiciera y viejotestamentaria que convierte al asesino en monstruo no es de recibo para aquellos que por prurito ideológico intentamos vernos algo menos primarios. Los que nos demandamos engalanar de moralidad la visceralidad también hemos encontrado un asidero: la ciencia. Para ello, hemos ido convirtiendo al culpable en un engendro pergeñado por toda una ristra de presuntas enfermedades mentales a cuál de ellas más diagnosticable empíricamente, objetivamente definida… y, por supuesto, medicable.

Mucho antes de que se encontraran antecedentes suicidas, medicamentos tomados o por tomar, bajas por depresión o detalles privados de su vida tan irrelevantes como golosos, enjambres de psicólogos y psiquiatras ya habían hilvanado filigranas argumentales etiquetando a Lubitz con varias ristras de patologías al uso. Respondiendo a una doble necesidad urgente: Corporativamente, para salvaguardar el dogma de la infalibilidad de tests psicotécnicos y entrevistas a la hora de dictaminar (con la incontestabilidad empírica de una análisis de sangre en busca de colesterol) si una psique pertenece o no al pueblo elegido de la normalidad. Y socialmente, para evitarnos el escalofrío de reconocer lo inaceptable, y que el periodista Ramón Lobo se atrevió a plantear en uno de sus artículos: “Nadie denuncia lo esencial: lo que no es seguro es la raza humana”. Y menos, la que entre todos estamos construyendo.

Para podernos permitir el lujo de dormir tranquilos y exculpados como individuos y sociedad, desde que se conoció la tragedia necesitábamos probarnos tres cosas: 1. Que Andreas era un monstruo ajeno a nuestra humanidad; 2. Que Andreas era un enfermo cuya criminalidad patológica era la excepción a la regla humana y 3. Que el desarrollo actual de la psiquiatría nos permite detectar esas patologías monstruosas con precisión científica. Así podemos horrorizarnos ante su crimen con la indignación incólume frente a lo ajeno… y la seguridad apócrifa de saber detectar a los monstruos.

Teratizarlo nos permitió sentirlo ajeno a nosotros como individuos (“yo nunca podría llegar a actuar así”); patologizarlo nos redimió como sociedad (“la única causa fue su patología, personal e intransferible”). Teratización y patologización coinciden en un punto crucial: fuera el acto de un monstruo o de un enfermo… fue el acto individual de un Otro que nada tiene que ver con nosotros como sociedad ni –mucho menos- como individuos.

Aislar a Lubitz como anomalía execrable nos ha facilitado un viejo vicio humano de plena vigencia actual: evitar mirarnos al espejo en busca no de culpables y culpa (que, al hablar de un crimen, ésta recae exclusivamente en quién lo perpetra), pero sí de responsabilidades inferibles más allá del acto en sí. Porque por mucha razón que llevemos: ¿Qué aprendemos al requetedemonizar al demonio? ¿Qué de útil sacamos al regodearnos en el cacareo inquisitorial de culpar al obviamente culpable o escudriñar la enfermedad del obviamente enfermo?

Y lo peor, al hacerlo… ¿Qué debates necesarios estamos abortando? Tal vez por ello nos hemos lanzado con tal fruición a la deshumanización y la patologización del presunto asesino: precisamente, para evitar debates sociales e individuales que, por muy útiles que nos acabaran resultando, nos obligarían a cuestionarnos cuatro cositas en primera persona sobre nuestra esencia humana y la sociedad que entre todos estamos construyendo y que facilita (no provoca directamente, pero si ayuda a) según que desequilibrios y conductas criminales que ni Andreas Lubitz ha iniciado ni, por desgracia, habrá clausurado con su poliasesinato.

Porque… de los miles y miles de horas, palabras y programas dedicados a este suceso: ¿Qué tanto por ciento hemos dedicado a reflexionar sobre la fragilidad de la cordura humana? ¿Sobre el ángel y el demonio que absolutamente todos llevamos dentro? ¿Alguna luz sobre qué y cómo colaboramos con nuestras conductas o desidias a los males sociales que pudieron ayudar a que aflorara esta conducta criminal?

De los ríos de tinta abocados en diarios, revistas o redes sociales… ¿Qué tanto por ciento hemos dedicado a reflexionar sobre hasta qué punto ha podido influir en el desequilibrio del copiloto la banalización de la violencia y la virtulización del horror a la que tanto contribuimos con nuestro consumo de videojuegos, series y realidades virtuales varias que cada vez nos alejan más de las consecuencias reales de esas presuntas virtualidades? ¿Y a la entronización de la fama y el famoseo a golpe de efecto mediático? ¿A cómo un desequilibrado, para dar bombo y platillo a sus delirios, puede sentirse respaldado por el sensacionalismo mediático y las golosinas audiovisuales en forma de show de la pseudoinformación? ¿Cuánto tiempo hemos dedicado a reflexionar sobre la precariedad actual de las ciencias psiquiátricas y la sobremedicalización de los desequilibrios mentales y conductuales?

Ah, y si en vez de europeo el culpable hubiera sido árabe y en vez de luterano, musulmán ¿A dónde hubieran llegado los alaridos de histeria mediática? ¿Hasta qué delirios no hubieran propagado los medios la psicosis del peligro, los choques de culturas o la desconfianza respecto al otro? ¿Se ha hablado mucho sobre las consecuencias de la obsesión por la seguridad que influyó directamente en que el piloto no pudiera entrar en la cabina? ¿Ha sido un tema prioritario el hablar del peligro de estigmatización de las dificultades mentales, de unir sibilinamente depresión con suicidio y suicidio con asesinato?

Ninguno de estos temas han centrado el debate mayoritario. Se han podido tocar, si, pero de manera mayoritariamente tangencial, de pasada, tras horas de racaraca terriblista y chafardero, para luego despachar en minutos todas estas cuestiones cruciales, como un mero trámite y mantra exculpador y exculpatorio, en aras de aparentar cierta profundidad y corrección política. Una vez más, con las honrosas excepciones de algunos medios y profesionales (los menos), hemos confundido información con espectáculo, análisis con chafardeo morboso, periodismo con comadreo, debate con chismorreo y curiosidad con coprofagia.

Dedico un artículo de mi blog a este tema no sólo por mi interés en analizar cualquier tema de repercusión mediática, sino porque los tics sociales aquí detectados en el tratamiento de este suceso se reproducen inconscientemente en nuestras conductas individuales al abordar las complejidades cotidianas de nuestra propia vida. Varios paradigmas culturales aquí analizados se reproducen, en mayor o menor grado, en la mayoría de los casos con los que trabajo. Y son estos paradigmas viciados los que, de entrada, ya dificultan –o directamente impiden- un análisis eficiente de una situación como pórtico a las acciones que llevarán a solucionarlas.

1. INOCENCIA = IMPOTENCIA. Ante una dificultad, tendemos a dedicar cantidades ingentes de atención, tiempo y energía a demostrar nuestra inocencia frente a la situación que nos atenaza, como si lo importante no fuera encontrarle una solución sino demostrar(nos) que no la provocamos nosotros. En el próximo post veremos como el precio a pagar por la búsqueda compulsiva de exculpación limita las posibilidades de encontrar soluciones a nuestras dificultades. Priorizar la propia inocencia nos impide aprender, y quien nada aprende, nada mejora. ¿Nos suena la frase: “Los pueblos que no aprenden de su historia están condenados a repetirla”? Pues los individuos, también.

2. RESPONSABILIDAD ≠ CULPA. Culpable es quien perpetra acciones legalmente punibles (por un juez); Responsable es todo aquel que se vea obligado a dar respuesta a una situación que se cruce en su vida y de la que sufrirá o disfrutará las consecuencias (independientemente de ser o no culpable de haberla creado). Centrarnos en la culpa nos impide ver qué grado de responsabilidad tenemos frente a una situación dada, y qué podemos hacer para influir sobre ella.

3. JUZGAR y CONDENAR vs COMPRENDER y APRENDER. Todo el tiempo que dedicamos a anatemizar a los demás o a los hechos, a lapidar conductas y emitir fatwas sumarísimas sobre cuestiones ajenas a nuestra influencia se lo arrebatamos a la necesaria comprensión de las disfunciones que padecemos, y a aprender nuevas maneras de enfrentarlas hasta subsanarlas.

Dedicaré los próximos artículos a estos tres temas que, al hilo del lamentable tratamiento mediático-social de la tragedia de los Alpes, me han vuelto a recordar como las personas reproducimos a nivel individual, consciente o inconscientemente, los paradigmas culturales de las sociedades que nos (co)crearon. Y las nefastas consecuencias que acarrean estos paradigmas tanto para nuestras sociedades como para nuestra vida privada.

No hay desarrollo social sin individual, pero tampoco individual sin social. No somos productos del determinismo social (podemos acabar transformándonos en lo que deseemos, tan sólo influídos más o menos por nuestras condiciones de partida), pero tampoco esencias etéreas independientes de la sociedad que nos ha conformado como individuos. Si algo enseña mi Coaching es que no somos ni víctimas ni Supermanes: ni la realidad nos determina, ni la voluntad individual lo puede todo, por mucho que la ideología imperante y nuestro narcisismo más infantiloide nos inviten a creerlo.

Khalil Gibran nos hablaba en uno de sus poemas de la idiotez de culpar a una mancha, pues lo que queda sucio es todo el traje. Así me siento yo tras la tragedia de los Alpes. Una tragedia sobre la que no tengo culpa alguna, pero de la que soy tan responsable como el resto de nosotros. Por muy incómodo que me resulte, me parece más acertado verlo así. Y, sobre todo más útil, pues me impele a aportar mi ínfimo granito de arena a construir una sociedad que minimice (en lo minimizable) la posibilidad que sucesos como éste ocurran y sujetos como Andreas Lubitz se desequilibren hasta la criminalidad.

Por muy poco que sea, algo podemos influir, más o menos, a la corta o a la larga. O repito: conviene verlo así. Ya bastante irresponsables tendemos a ser como para, encima, regalarnos un cheque en blanco al respecto. Y la mayor de nuestras irresponsabilidades es confundir responsabilidad y culpa. No os podéis imaginar el vuelco que da nuestra vida al aprender a diferenciarlas. Os invito a ello.
Por Jose Antonio Peral Mondaza 12 nov, 2020
Ansiedad y estrés en tiempos del COVID-19
05 ago, 2020
Gracias a LA DICTADURA DE LA MERCROMINA, EL ABUSO DEL ALCOHOL: el morbo del propio dolor y HERIDAS Y MASOQUISMO: las sinrazones del alcohol, ya sabemos las consecuencias tanto del abuso de la mercromina y del alcohol como los condicionantes sociales y biológicos que nos empujan a la una y al otro. Y las funestas sinergias que se dan entre extremos tan presuntamente antagónicos. También vimos cuales son los presuntos beneficios de la mercromina (alivio a la corta y apariencia de sanación) y del alcohol (desinfección profunda), y los precios que pagamos por ambos. Pero teniendo tanto de malo y algo de bueno… ¿Es posible combinar la desinfección del alcohol con el alivio de la mercromina? ¿Se puede evitar la abrasión del uno y la infección postergada de la otra? ¿Existe alguna substancia que reúna todos sus beneficios sin acarrear ninguno de sus efectos secundarios? Y caso de existir, ¿Nos cae del cielo o hemos de aprender a fabricarla nosotros mismos cuándo la necesitemos? Si te interesa saberlo… I. AGUA OXIGENADA Y MADUREZ. Muy a menudo, nuestras madres no tiraban directamente de alcohol ni de mercromina, sino de Agua Oxigenada. Tal vez no desinfectara tan profundamente como el alcohol ni aliviara tan automáticamente como la mercromina. Pero curaba también y, además, no ardía con la comezón ensañada del alcohol puro. Lo mejor de ambos mundos. De niños, como no podía ser de otra manera, eran nuestras madres quiénes decidían qué utilizar, qué comprar y cómo aplicarlo sobre nuestras heridas. Una de las diferencias básicas entre la niñez y la madurez estriba en que, presuntamente, de adultos decidimos y tenemos que proveernos por nosotros mismos, y ya no queda bien el sentarnos llorando y quejarnos a papá y mamá para que nos sanen las heridas, abastezcan el botiquín y paguen ellos el precio de nuestros productos. Pero de adultos arrastramos algunas rémoras infantiloides (sólo las que nos convienen, claro), entre ellas las de quejarnos del alcohol y la mercromina en vez de enterarnos como se fabrica el agua oxigenada y ponernos a ello. Queremos que la mercromina desinfecte, el alcohol no escueza…. y que el agua oxigenada aparezca por sí sola en el botiquín. Caprichosillos que somos… La buena noticia es que el adulto puede darse cuenta de sus conductas más infantiles, y dejar de implementarlas. Una vez nos damos cuenta que a) Necesitamos agua oxigenada b) Podemos fabricárnosla nosotros mismos c) Nadie es responsable de traérnosla… ya sólo nos queda aprender la receta, levantar el culo y ponernos a destilarla. II. INGREDIENTES DE LA FÓRMULA MÁGICA. 1. ANÁLISIS DE PEORES ESCENARIOS. Para no caer en la tentación de la mercromina, podemos prever el escenario futurible más difícil en el que podría desembocar la dificultad presente que nos hiere. ¿Duro, verdad? Claro, escuece, como todo lo que cura de verdad. Pero para tampoco sucumbir al escozor excesivo del alcohol a mansalva, podemos pasar ese peor escenario por el tamiz de tres criterios: Gravedad, Irreversibilidad, y Probabilidad. Y preguntarnos: ¿Hasta qué punto resultaría grave, comparado con los temas realmente graves de la existencia (enfermedades mortales, dolor crónico o pérdida de los seres amados)? ¿Es una situación que sería eternamente irreversible, frente a la que –nunca- podremos hacer absolutamente nada para revertirla o matizarla? Y finalmente: siendo realista y tirando de estadística pura y dura, ¿Qué posibilidades hay de que ese escenario impeorable llegara a acontecer? Hay que vigilar que las respuestas a dichas preguntas las formule la razón, pues si las riendas las toma la angustia, el pánico o la ansiedad propias de según qué heridas, seguro que nos daremos la razón catalogándolo todo como gravísimo, seguro e irreversible. O nos lo preguntamos desde la calma y la perspectiva precisa para analizar la validez de la información objetiva en la que se sustentan nuestros juicios… o mejor no nos preguntemos nada, pues la respuesta será, amén de falsa, agorera hasta la taquicardia. 2. ARGUMENTOS PARA ACEPTAR EL PEOR ESCENARIO. Una vez dibujado ese peor escenario plausible, y por mucho que tras el tamiz de la razón no resulte ni tan grave ni tan seguro ni tan definitivo, cabe aguantarle la mirada, y preguntarnos: Aún si llegara ese apocalipsis terminal, ¿Qué podría seguir haciendo de valioso? ¿Qué seres queridos me quedarían por amar? ¿A qué podría dedicar mi vida que merezca la pena? Una vez más, la clave estriba en vigilar que las preguntas las conteste nuestro yo más inteligente, objetivo y realista, y no los voceros más neuróticos de nuestro pánico. 3. QUÉ SE PUEDE HACER PARA EVITAR / MINIMIZAR LAS POSIBILIDADES DE QUE ACONTEZCA. Ya aceptado y contextualizado ese peor escenario, ahora es el momento de aparcar reflexiones y lanzarse en pos de la situación a abordar, pasando de la pre-ocupación a la ocupación. ¿Qué está en mi mano hacer para que ese peor escenario no acontezca (o para que de peor se quede en meramente malo o incómodo? ¿Cómo dejo de transformarlo de indeseado a indeseable? De lo que depende de mí, ¿Qué es lo prioritario? ¿De qué recursos dispongo? ¿Con qué aliados cuento? ¿Por dónde puedo y me conviene empezar? 4. DIRECCIÓN CONSCIENTE Y VOLUNTARIA DE LA ATENCIÓN. Siempre: prestar atención a la propia atención. ¿En qué me estoy enfocando? ¿Qué me colapsa el pensamiento? ¿Qué efectos prácticos y emocionales conlleva girar obsesivamente alrededor de estos pensamientos? ¿Es lo más realista, inteligente y conveniente para abordar mi situación? Cada vez que nos demos cuenta que nos obsesionamos recursivamente con aspectos gratuitamente dolorosos, estériles o meramente posibles: CORTAR. Desviar voluntariamente la atención de ello, y dirigirla tirando de voluntad hacia aquellos aspectos que nos permitirán actuar más eficientemente sobre las causas de nuestras heridas. 5. EJERCICIO FÍSICO. Frente al abatimiento del lamento excesivo o la angustia soterrada del mirar hacia otro lado, mejor correr, nadar, sudar, andar, berrear o pegarle puñetazos a un cojín. Lo que nos aportará dos beneficios: Primero, hacer acopio de esas pilas que tanto nos faltan y tanta falta nos hacen para enfrentar todo lo enfrentable; Segundo, toda preocupación, ansiedad o miedo conlleva la generación de una adrenalina y cortisol que bien nos conviene eliminar sudando.. si no queremos, amén de amargarnos, envenenarnos la salud (Porqué las cebras no tienen úlceras de estómago). 6. RESPIRACIÓN VOLUNTARIA: concentrar y rebajar. Si algo tienen todas las emociones es que en cuanto aparecen nos cambian el patrón de respiración. Y como ya aprendimos en Transformando nuestras emociones: del control al reciclaje, incidiendo voluntariamente sobre él, influimos directamente sobre las emociones que lo provocaron. Muy a menudo, enfrentarnos a retos y heridas nos provoca emociones cercanas al miedo, la inquietud, la ansiedad, y la angustia, todas ellas tan desagradables como limitantes. Por ello, concentrarnos en nuestra propia respiración y hacerla más artificialmente profunda, abdominal y lenta ayuda a rebajar progresivamente esa tensión que, a su vez, nos ayudará a no obsesionarnos con la versión más limitantes de los peores escenarios (todos ellos, insoportables) que desde la angustia nos inventamos obsesivamente. 7. FACILITAR EL DESCANSO. Una de las peores consecuencias de las preocupaciones obsesivas es su impacto en el sueño. Para recuperarlo total o parcialmente (condición sin equa non para poder enderezar rumbos torcidos), nos conviene tirar de cansancio físico (sudar hasta quedar exhaustos facilita el caer como una piedra en la cama), Respiración o Sexo (que no será lo ideal, pero también vale con uno mismo). Cualquier truco distraernos del propio hilo mental, apartándonos de la madeja de monsergas agoreras con que nos bombareamos compulsivamente desde la inquietud. Desde abrir los ojos y negarnos el derecho a cerrarlos (ya veréis que ganas os entran de hacerlo…) hasta “ver” la TV ojos los ojos cerrados (atentos a los diálogos), música, atención a nuestras sensaciones físicas (y nuestra reacción a ellas). Probad hasta encontrar el que os funcione. 8. PAJA MENTAL. Así me gusta llamar a la conocida técnica de autosugestión del Haz como si ya todo hubiera pasado o ya hubiéramos aprendido a vivir en paz con lo que nos preocupa. Como en el caso de la masturbación, nuestras pajas mentales de paz y aceptación no serán realidades fácticas en el momento de hacérnoslas… pero a falta de pan, buenas son tortas. Que la paja mental nos ayude a predisponernos a hacer aquello que acabará sanando nuestras heridas es una opinión -que comparto-; que nos ayuda a desconectar un ratito de nuestros lamentos, es un hecho que ya justifica el onanismo emocional. III. CONCLUYENDO, QUE YA TOCA SANAR La sanación de nuestras heridas pasa, como siempre, por un justo medio aristotélico entre la mercromina y el alcohol: el agua oxigenada. Desdramatizar, aceptar nuestro dolor… y a la mínima oportunidad reírnos a carcajadas de nosotros mismos y de nuestras neuritas miopes y egocéntricas (el 99%). Eso sí: sin caer en la tentación de utilizar tanto relativismo (potencialmente sano) como coartada para mirar hacia otro lado y no enfrentarnos a nuestros retos, heridas y cuentas pendientes. Tan sencillo de decir como complejo de llevar a cabo: afrontar sin regodearnos en nuestro dolor, ni utilizarlo como medalla, ni justificante ni atajo a cielo alguno. El alivio a la corta no soluciona, sino que agrava. Pero el dolor innecesario no da galones: quita vida. Esa que, según la mayoría de científicos que aplican métodos aceptados por la epistemología de la ciencia, es la única que tenemos. Y bien cortita, por lo que parece, comparada con la eternidad de la que provenimos y hacia la que nos encaminamos cada segundo de nuestra vida (especialmente, los que desperdiciamos). El agua oxigenada hace milagros. Eso sí: requiere tomarse la molestia de encontrar su receta y el esfuerzo de destilarla, siguiendo los pasos e ingredientes antes descritos. Como todo en la vida, cuestión de Paciencia, Humildad y Constancia. Esas tres virtudes cardinales que, como ya vimos en El Yoga de la superación cotidiana, tanto escasean. Con la faltita que nos hacen… Como la tierra: el agua oxigenada, para el que se la trabaja. Cuesta destilarla, nadie lo ha de hacer por nosotros… pero el esfuerzo bien merece la pena. En un momento u otro la vida va a herirnos irremediablemente, así que mejor que nos pillen sus zarpazos con el botiquín bien equipado. De no hacerlo, nos condenaremos a los rigores de la mercromina o el alcohol, a sufrir o a infectarnos las heridas. Y siempre podremos echarle la culpa a las farmacéuticas, claro, pero ya sabemos que sólo nosotros seremos los responsables de ello. Será incómodo aceptarlo, pero de lo más desinfectante.
05 ago, 2020
Algunos de vosotros os habréis dado cuenta de que llevo casi un año sin escribir un sólo artículo en este blog. Otros, hasta me habéis escrito preguntándome porqué. La respuesta es tan sencilla como contundente: porque no me sentía legitimado a volver a hacerlo hasta que pudiera permitirme esa congruencia que tanto cacareo en mis clases y charlas. Y he pasado demasiados meses sin estar a la altura de quién soy y sólo ahora, que ya voy pareciéndome algo a mí mismo, me considero digno de volver a asomar por vuestra atención. Hay escenarios y momentos en la vida que no son precisamente una invitación a la euforia. Decepciones, traiciones, fracasos, enfermedades y todo un doloroso etcétera pueden resultar toda una asistencia a la rabia, la decepción, la tristeza, el odio, el resentimiento, la angustia… Mi vida, tal como la concebía, pareció estallar en mil pedazos en Agosto pasado, todo un compendio de contratiempos y agravios uno encima del otro. Pero los que hayáis seguido este blog bien sabéis cómo defiendo que la realidad influye –y mucho- en cómo nos sentimos, pero que sólo lo determina nuestra significación de ella. Nuestra vida no la marca a fuego lo que nos sucede, sino lo que hacemos nosotros mismos con aquello que nos suceda. Ahora, que ya me baño goloso en la luz al final del túnel, es el momento de hacer una crítica sensata de qué he hecho yo con mis dolores durante este último año, y extraer de ella valiosas lecciones a compartir con quienes os interese. Pero supongo que para poder entender esos aprendizajes deben conocerse algo de los hechos de los que emanan, y me tocará entrar en los detalles que tanto he dejado que me marquen. Si te interesa conocerlos, Aunque no me vaya mucho el estilo autobiográfico, entender según qué categorías precisa de conocer las anécdotas de las que se desprenden. Sin tener muy claro donde empieza la explicación pertinente y dónde el chafardeo intrascendente, debo compartíos que vengo de pasar el año más duro de mi vida. ¿Qué hechos se han tirado un año entero pesándome como plomo en los pies? I. DEL PARAISO AL INFIERNO: los hechos que tanto influyeron. Agosto de 2017. Acabé Julio soñando con unas vacaciones todavía pendientes y jugando a inventarme como empezar mi vida en Septiembre: sueños de trekkings lejanos, nuevas ilusiones personales, proyectos profesionales para hacerme con mucho más tiempo libre… Todo al suelo en cuatro días: el día 2 de Agosto, aviso de que tenía que dejar en unas semanas el hogar donde llevaba viviendo 13 años; el 4, percance en un piso en que una dejadez ajena pudo conllevar la ruina propia; el 7, a uno de mis seres más amados le prediagnostican una dolorosa enfermedad degenerativa sin curación posible; el 17 se producen los terribles atentados de les Rambles. A lo largo de Septiembre, va cobrando forma de certeza la sospecha que una familia que llevaba años apadrinando se iba a negar a devolverme el piso que les había prestado durante tres años y que ahora yo necesitaba. Y como guinda, pronto sufrimos las salvajadas del 1 de Octubre y sus múltiples resacas. Mi mundo, mis principios, mis valores hechos fosfatina de arriba abajo, de lo personal a lo social, sin dejar nada en pie. Ni mi hogar, ni mis valores, ni mi país… Entre muchas angustias, estupefacción, miedos y rabias pasé los meses de Octubre y Noviembre en los que logré alargar, tras mucho mendigar, la estancia en el piso de Gràcia que todavía sentía como mi hogar y que pronto debería abandonar. Y lo peor estaba por empezar: el 1 de Diciembre me vi abocado a una vida nómada arrastrando maletas de piso en piso de amigos, pues todavía me aferraba a la esperanza infundada que la ingratitud de esa familia, tan estúpidamente mantenida, tendría un límite… y recuperaría mi techo de un día para otro. Fueron meses en los que dedicar cada segundo que me sobró del overbooking profesional a luchar contra la rabia homicida que a ratos me invadía, a contener el odio para que no acabara por envenenarme y plantarle cara a la insoportable sensación de traición y desahucio que me invadía (y que todo ello no afectara ni mis clases ni mi proyectos ni mis clientes particulares). Puse en práctica todas las herramientas, reencuadres y acciones con las que me he tirado cuatro años sermoneándoos para intentar contener el diluvio… y siempre sirvió de algo, pero nunca para tanto como deseaba. De Agosto a Diciembre no pude ni siquiera soñar con salir del mar tras el naufragio, limitándome a intentar aferrarme a cuatro mástiles para no ahogarme. ¿Fui lo suficientemente torpe para no salir del naufragio en el que me sentía… o lo suficientemente hábil para no ahogarme en él? Todavía no lo sé. Ambos, supongo. II. DEL INFIERNO AL PURGATORIO: como sacarme de dónde yo mismo me metí. Seguí sin pasarlo mucho mejor desde Enero hasta Abril, pero supongo que la experiencia de meses de agonía, la práctica de un otoño horrible, las pilas de mis pasiones profesionales o la mera extenuación me permitieron empezar a disfrutar de una cierta perspectiva que, contra viento y marea, llevaba meses intentando construirme (con éxito, sí, aunque más que humilde). Empecé el año descartando esa posible enfermedad de un ser amadísimo (que, al final, no fue más que un terrible ejemplo de mala diagnosis y de cómo los malos médicos actúan como meros fontaneros –y muy chapuzas- de cuerpos). Por fin acabé resignándome a denunciar a esa familia que tan cándidamente mantuve durante años… y seguí aprendiendo a aplicar lo mejor que pude todo lo que racionalmente tan bien sé. Me tiré estos meses aprendiendo a luchar a brazo partido contra todas esas emociones limitantes (tristeza, despecho, rabia, asco, impotencia, vergüenza, odio) que llevo años avisando de la facilidad con la que nos pueden reducir a mera caricatura apocada de quién en realidad somos. Meses apretando dientes, confabulándome para no volverme -anegado de tanto resentimiento e impotencia- en un ser amargado y vengativo en quien nunca consentiré convertirme. Meses entrenando el estómago para que mis jugos gástricos aprendieran a digerir lo indigerible. Finalmente, en Abril me alquilé un techo desde donde esperar a recuperar mi piso y -a ratos mejor, a ratos peor- seguir capeando el temporal. III. DEL PURGATORIO AL PARAÍSO: transformando la mierda en estiércol El calendario se alió con mi tozudez, y el tiempo permitió que se acumularan los granitos de arena de mi sentido común hasta formar una discreta montañita de lucidez que me brindara un mínimo de perspectiva razonable. Y los hechos empezaron a conspirar a mi favor. Tristemente, tuvo que ser la ley la que llegara donde la decencia no alcanzaba, y a principios de Junio recuperé mi piso sin necesidad de sucumbir a según qué orgías de sangre que las entrañas me exigían a alaridos, pero que mis principios me negaban. Además, el 1 de Agosto -curiosa efeméride, justo un año después del principio de todo- encontré el piso en BCN tan extenuantemente buscado durante meses y meses. Y hoy, ya libre de agravios y a un puñadito de semanas de cerrar definitivamente el episodio más nauseabundo de mi vida, me toca el reto más importante de todos: dar sentido a lo vivido. Porque de nada sirve el dolor si se limita a su sufrimiento mientras dura y al mero alivio al cesar. El dolor sólo cobra sentido cuando mejoramos gracias a él y aprendemos a utilizarlo como trampolín que nos catapulte mucho más allá de donde estábamos antes de que llegara. De nada servirá el sufrimiento si, tras él, nos limitamos a regresar – y malheridos- a la misma vida de la que el dolor nos apartó a zarpazos. Si así fuera, el dolor no sería más que una tortura gratuita, un paréntesis vacío, un tiempo perdido expropiado de nuestra vida sin reparación alguna. Y me niego: la única manera de vengarme del dolor sufrido es utilizarlo yo ahora él, más todavía de lo que él me utilizó a mí durante el último año. Lo que he vivido este último año ha sido un cúmulo pútrido de traición a mis principios y valores, derrotas personales y sociales, impotencia, odio a verdugos que pisotearon mi moral… Una descomunal montaña de mierda. Ahora, es mi responsabilidad no limitarme a limpiarla, sino transformarla en estiércol que fertilice un futuro próximo que, no a pesar de sino precisamente gracias a, será infinitamente más exuberante que si nunca hubiera aparecido. Lo ya sucedido en el pasado no puedo cambiarlo; su impacto en mi futuro, sí. Y me confabulo a destilarle hasta el último de los aprendizajes posibles, tan valiosos que hasta me hagan agradecer todo este sainete cruel. El sufrimiento de un año me ha quitado mucho, muchísimo, pero me confabulo a que lo que atine a aprender de él me aporte muchísimo más de lo que me costó. Durante todo este año, algo debí hacer bien, pues no he acabado en un manicomio ni en la cárcel, y este otoño va ser la catapulta definitiva a los mejores años de mi vida. También, seguro, he debido hacer muchas cosas mal, pues con los tiros que llevo pegados -y dedicándome a lo que me dedico- he sufrido como un cerdo abierto en canal. ¿Qué atiné a hacer para ventilar todo este cúmulo de vertederos? ¿Y qué hice para, sin darme cuenta, ensañarme contra mí mismo y enconar las llamas de esos incendios que no provoqué? ¿Cómo supe disminuir el importe de las facturas inherentes a tantas fracturas? ¿Y cómo las multipliqué yo mismo más allá de su propio importe? Los próximos posts los dedicaré a compartir con vosotros esos aprendizajes. Dicen que Churchill dijo que “La crítica no es agradable, pero es necesaria y cumple la misma función que el dolor en el cuerpo humano”. Espero que los frutos de esa crítica os resulten a vosotros tan útiles leerlos como a mí escribirlos.
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